La cascada del Cañamar



La Cascada del Cañamar
Aunque a muchos pueda sorprenderles, tres cascadas de Guadalajara se cuentan entre las veinte más bellas de España; y puede que, sin caer en un pacato provincianismo, la lista podría incluir algún hermoso salto de agua más. Hoy dirigimos nuestra mirada a la recóndita cascada del Cañamar, vecina de uno de los pueblos más remotos de Guadalajara: Peñalba de la Sierra, una recoleta aldea ganadera situada al pie de la Sierra de Ayllón, en el extremo noroeste de la provincia.
Batida por los vientos del norte, levantada en torno al bullicioso Cañamar, subsidiario del Jaramilla y sumida en unos confines a los que sólo cabe acudir a propósito, Peñalba de la Sierra es uno de esos pueblos perdidos por los que no se pasa: solamente el azar o el propósito concede al viajero el privilegio de contemplar su austera iglesia, el gracioso monumento dedicado a San Tragazán, y sus poco más de setenta casas, algunas de las cuales lucen preciosos balcones de madera tallada.
A la aldea se puede llegar perfectamente en coche siguiendo una de las carreteras más espectaculares de Guadalajara, la GU-181, que parte rumbo al oeste justo a mitad del camino que une dos aldeas que son sendos hitos de la Arquitectura Negra: El Espinar y Campillo de Ranas. En Roblelacasa, otra perla negra que el viajero haría bien en visitar apartándose apenas un kilómetro de la ruta, la empinada cuesta permite columbrar una de las mejores vistas de Campillo de Ranas, cuyo caserío aflora en otoño entre un mar ocre de melojos que en invierno parecen festonear la falda nevada del Ocejón. Deténgase el viajero y emplee un poco de su tiempo en vagar por el pueblo para contemplar los restos de la iglesia de nave única con sacristía adosada, aleros de pizarra y porche sostenido por añejos troncos, y a la búsqueda de la casita del reloj que es una de las más encantadoras y menos conocidas de la Sierra Norte.
Dejando atrás Roblelacasa, la carretera se hunde hacia el oeste en los profundos cuchillares del río Jaramilla. A esta espectacular carretera, a la que a uno se le antoja que los topógrafos olvidaron surtir de rectas y a los cartógrafos de identidad propia (tras diez años de existencia sigue sin aparecer en muchos mapas de carreteras y en no pocos navegadores), la bauticé hace un decenio en mi libro sobre la Sierra Norte con el nombre de “La Muralla China”, un merecido apodo habida cuenta de su abrupto divagar orlado por unos singulares quitamiedos almenados. Para mi propio pasmo, en la última edición del Mapa Topográfico Nacional, aquel meritado remoquete ha ascendido a través de las procelosas covachuelas de la Administración hasta la categoría de topónimo oficial.
Llegados al final del chinesco baluarte, pasado un kilómetro y medio del puente que salva el atropellado Jaramilla, aparece una curva dotada de una generosa cuneta en la que es aconsejable detenerse unos minutos para gozar de un impresionante paisaje. Hacia el este el viajero curioso podrá captar la mejor vista de la ya superada Muralla, del puente y de la cuenca del Jaramilla, río discreto que tras muchos años de incansable zapa ha logrado trazar un espectacular valle. Si se asoma cautelosamente al barranco del oeste, verá el profundo cortado del Cuchillar del Asomante, por cuyo fondo discurre un embravecido Jarama, en el que muere el Jaramilla apenas un kilómetro más al sur.
Sobrepasado Corralejo, la carretera se abre en el piedemonte para mostrarnos un paisaje despejado en cuyo horizonte se levanta la mole del pico Ocejón, que se eleva sobre un mar de jaras y estepas salpicadas por enormes robles que, a la caída del sol, adoptan formas humanas. Algo más adelante surge el empalme del que parte la carretera que nos conducirá a La Cabida y termina en Peñalba, meta de nuestro viaje.
Peñalba, modesta pedanía del municipio El Cardoso de la Sierra, es una aldea de vocación ganadera tan alejada de Guadalajara y tan próxima a la Comunidad de Madrid que, como todas las de aquella comarca, tiene mejor acceso desde esta, e incluso, en su querencia tecnológica, mantiene el prefijo telefónico de la capital del Reino. Quizás por emular a la urbe madrileña, Peñalba se mantiene casi siempre en obras, aunque sus resultados arquitectónicos no siempre llevan a la armonía estética, pero que aún conserva una bonita casa serrana al este del pueblo, justo desde la que parte la senda que conduce a la cascada.
La senda desciende desde allí hacia el este, salva el arroyo del Cañamar y llega algo embarrado a una explotación ganadera distante de pueblo medio kilómetro. La senda se empina luego pegada al margen izquierdo del rio y mil metros más allá se deja ya oír el rugido de las aguas en un paraje impresionante en que los duros estratos de cuarcita se han dispuesto verticalmente en un fallido intento de calmar las embravecidas aguas. Intrépido, el ahora tumultuoso Cañamar se despeña allí en forma de cola de caballo que salva los 18 metros que separan el salto de una profunda poza que en verano se convierte en una improvisada y refrescante alberca.
Si el viajero es atrevido, asómese desde la cabecera al abismo, pero si el deseo le mueve a contemplar el salto sin arriesgar el pellejo, la prudencia aconseja descender hasta la base siguiendo medio kilómetro más la senda, remontando luego el cauce. La imagen es más lucida, el peligro menor y, si le peta, podrá darse un chapuzón en pelota ya que, salvo en el caluroso estío, es raro ver gente por esos aislados parajes. La última que anduve por aquellos recónditos pagos regresé antes de que atardeciera en previsión de que llegada la noche me tropezara con una manada de lobos que, según me dijo el ganadero de la explotación cercana, la noche anterior habían degollado tres terneros y una vaca.
0
Pingback: Luis Monje. Fotografía CientíficaCascadas de Guadalajara II. Las cascadas del Aljibe - Luis Monje. Fotografía Científica