Crónicas desde las Antípodas VIII: Milford Sound







A unos dos mil quinientos kilómetros al norte de la Antártida se encuentra uno de los territorios más bellos del planeta. La parte meridional de la isla sur de Nueva Zelanda es un terreno abrupto, verde y salvaje, en el que el mar de Tasmania penetra medio centenar de kilómetros tierra adentro formando una vasta y profunda red de fiordos flanqueados por montañas que caen verticalmente sobre el agua. La mayor parte de las cimas, que superan los mil metros, conservan la nieve hasta bien entrado el verano e, incluso en algunas, como el mítico Monte Cook, que con sus 3.724 metros es el techo de Nueva Zelanda, están rodeadas por extensos glaciares.
En todo este vasto y salvaje territorio de más de 30.000 kilómetros cuadrados, famoso cinematográficamente por haberse rodado en él los exteriores de la saga de El Señor de los Anillos, apenas discurren carreteras y las pocas que existen serpentean perezosamente hasta las primeras montañas. Son carreteras angostas en las que, como en toda Nueva Zelanda, se circula por la izquierda y en las que la mayoría de los vehículos son pequeñas furgonetas llenas de melenudos montañeros o autobuses plagados, como no podía ser de otra manera, de chinos con palitos de selfíes. De los 5.300 kilómetros que recorrimos en esta expedición, casi la tercera parte lo hicimos por este tipo de vías en las que recorrer doscientos kilómetros supone conducir unas diez horas si todo va bien.
Afortunadamente la plaga amarilla y los turistas visitan solamente el famoso embarcadero de Milford Sound, que es uno de los pocos puntos de este gigantesco parque nacional en que se puede penetrar en coche. El acceso se realiza mediante una sinuosa carretera seguida de un estrecho túnel de una sola dirección, que más bien parece la entrada a una mina (o un túnel de lavado por la cantidad de agua que cae del techo de roca viva). Toda esta zona, con sus casi siete mil milímetros de precipitación anual (unas quince veces más de los que se registran en Guadalajara), es una de las más húmedas del planeta, y el paisaje es inolvidable. En estas fechas, que allí se corresponden con el final del verano, la nieve fundente de las cumbres, que destaca sobre el verde paisaje y los pardos nubarrones, se descuelga en cientos de cascadas por sus paredes verticales.
Hasta la entrada del túnel, la vía discurre bajo el espeso dosel vegetal de un bosque de notofagos, que son las hayas del hemisferio sur. Unas hayas de hoja pequeña y dentada cuya altura dobla a las europeas pero con sus ápices carcomidos por el enemigo público número uno de Nueva Zelanda: el possum.
El possum es un gran marsupial australiano que, aunque parece una rata, tiene el tamaño de un gato. Fue introducido por los ingleses en la isla en 1870 con la idea de criarlo en cautividad y comercializar sus pieles. Como era de temer, algunos se fugaron de las granjas y, al no tener depredadores naturales, se expandieron por los bosques causando una catástrofe ecológica casi tan grave como las de los castores en la Patagonia. Este implacable roedor se zampa todo lo que huela a madera, desde los bosques, hasta los palos de la luz; así que, tanto los árboles singulares, como los viejos palos de conducción eléctrica (que ahora se fabrican solo de metal y cemento) aparecen a menudo forrados de chapa en su base para evitar que trepen, ya que, al contrario que los castores, empiezan su ataque por la parte superior del árbol. A pesar de que su caza y exterminio no solo está permitida, sino recomendada, son tan abundantes que no hay un kilómetro de carretera que no muestre alguno despanzurrado por los vehículos, de forma que, junto con el kiwi, se han convertido en los animales más populares de Nueva Zelanda.
La salida del túnel recuerda a la entrada de un parque jurásico. La carretera desciende amenazante desde las alturas hasta el embarcadero entre torrentes de agua que se diría que se descuelgan desde las nubes, ya que éstas impiden ver muchas veces el final de los abruptos farallones. El fondo del valle, con la típica forma de la erosión glaciar en “U”, está tapizado por helechos gigantes y notofagos, desde cuyas ramas, cubiertas de bromelias y otras plantas epífitas, cuelgan enormes barbas de musgo.
¡Y al final Milford Sound! La octava maravilla del mundo y el paisaje más visitado de Nueva Zelanda, con medio millón de turistas anuales. El paisaje es tan sublime, que prefiero describirlo con imágenes en vez de con mi torpe pluma.
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