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Crónicas desde las antípodas VI: Delfines y mejillones verdes

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  • Ciencia
  • Viajes
Nov 30 2021

Los famosos mejillones verdes de Opononi (Perna canaliculus).

 

Dicen que no hay nada más raro que un perro verde. Si un perro puede parecerles raro, imagínense un mejillón de ese color. Perros verdes aún no he visto, pero mejillones, haberlos, haylos y son el producto más típico y exclusivo del Northland neozelandés, en donde estos moluscos son algo así como en La Mancha el queso o en Cantabria los sobaos.

El Nortland y la península de Coromandel son dos apéndices montañosos situados en la zona ms septentrional de la Isla Norte de Nueva Zelanda, unas 180 millas al norte de Auckland. Son tan húmedos que, al entrar en sus llanos cultivados, la carretera desaparecía en muchos tramos bajo el agua que inundaba sus campos y, en ocasiones, casi todo lo que abarcaba la vista permanecía sumergido.

Los valles hiperhúmedos de la península de Coromandel en los que las carreteras se sumergen bajo el agua en algunos tramos.

En las zonas bajas y cercanas a la costa, que es donde se concentran los pocos lugareños, el paisaje recuerda con sus ondulaciones al País Vasco, pero con el verde más verde que pueda uno imaginarse. Eso cuando escampa, porque cuando llueve lo hace de una forma tan descomunal y excesiva que todo se torna gris y la visibilidad no supera los 100m.

Para la expedición botánica en la que viajo la zona de mayor interés son sus montañas, casi todas declaradas parque natural, que ocupan casi los dos tercios de su territorio. Son viejas elevaciones cuarcíticas con relieves suavizados tanto por la lluvia, como por una de las vegetaciones más exuberantes del planeta, con la particularidad de que su biodiversidad es mínima. En las zonas altas y más húmedas están los bosques con los kauris sagrados, que son los árboles más grandes del hemisferio austral y de los que ya nos ocupamos en la primera crónica de esta serie.

Helechos plateados (Cyathea dealbata) cuyos frondes se han convertido en el símbolo de Nueva Zelanda.

Entre ellos y según se desciende en altitud las montañas aparecen cubiertas por los bellísimos helechos plateados (Cyathea dealbata) cuyos frondes –así se denominan sus hojas- se han convertido en el símbolo de Nueva Zelanda. Para un botánico, pasear bajo el verde dosel de estos helechos gigantes, que a distancia parecen cocoteros, provoca un sentimiento de placer indescriptible, que le hace sentirse trasportado a épocas remotas en que los dinosaurios poblaban la Tierra.

La densidad es tal, que prácticamente cubren el cielo sobre nuestras cabezas y su denso sotobosque, tapizado por decenas de otros rarísimos helechos, bromelias y orquídeas, es un paraíso para el fotógrafo ya que, al contrario de lo que ocurre en las selvas tropicales de Mesoamérica, aquí la ausencia de serpientes y artrópodos venenosos es total y puede trabajarse relajadamente sin las precauciones que hay que adoptar en la jungla. Así las cosas, no es de extrañar que nos diesen las cuatro de la tarde trabajando sin probar bocado desde el alba. El problema por aquellos lares es dónde comer ya que las montañas están desiertas, así que descendimos hacia la costa, que es donde están los únicos asentamientos destacables, y allí encontramos un pueblo marinero llamado Opononi, donde además servían los famosos mejillones verdes (Perna canaliculus), una especie oriunda del norte de  Nueva Zelanda famosa por sus numerosas propiedades medicinales entre las que destacan sus probadas virtudes antiasmáticas y antiinflamatorias. La especie empezó a cultivarse con gran éxito hacía 1970 y hoy gran parte de su cosecha se dedica a conseguir extractos farmacéuticos. Como Onoponi era uno de las zonas productoras, allí mismo me ventilé una olla repleta de estos grandes y extraños moluscos regada con una botella de chardonnay australiano. Su carne es robusta, sabrosa y aromática, aunque no llega a tener la finura del delicioso mejillón gallego (Mytilus galloprovincialis). Una vez probado, su chocante aspecto verdoso, queda eclipsado por su excelente sabor. De hecho se convirtió luego en mi cena favorita mientras recorría la Isla Norte.

Monumento al famoso delfín Opo, en Onoponi (Isla Norte de Nueva Zelanda)

En la misma puerta del merendero, había una extraña estatua con un niño aferrado a un delfín cuya historia nos narró un pescador local mientras degustábamos el café de sobremesa en su terraza. Como por allí se gasta un inglés tan inteligible que parece que hablasen con la boca llena (de mejillones verdes, supongo), apenas nos enteramos de la mitad, así que he tenido que indagar luego algo por Internet para relatársela completa.

Opo dejando boquiabierto al personal con su inteligencia.

Hace muchos años, un raro y salvaje delfín nariz de botella (Tursiops australis), que es tan oriundo de la zona como los mejillones, hizo famoso a este pueblo al aparecer durante primavera de 1955 en su playa tras haber matado los pescadores a sus padres. El acuático y huérfano cetáceo se puso a jugar con los bañistas haciendo fabulosas cabriolas, y equilibrios en su nariz con pelotas y botellas (igual su nombre vulgar procede de ahí) y hasta permitía agarrarse a sus aletas a los niños y remolcarlos. Su simpatía e inteligencia hizo que pronto se convirtiese en una celebridad y llegasen autobuses repletos de turistas desde Auckland para nadar sujetos a su cola y de paso probar los famosos mejillones locales, con lo que el auge del turismo en la pequeña aldea marinera fue enorme. Al final la multitud acabó golpeando a Opo hasta con remos para competir llamando su atención y el gobernador tuvo que tomas cartas en el asunto. Un año después, el 8 de marzo de 1956 salió la ley solicitada por los lugareños para proteger a Opo, pues ese era el nombre que dieron al infausto delfín.

El legendario delfín Opo que hizo famosa a la aldea.

Desgraciadamente, 24 horas después, el 9 de marzo, que fue el día en que se grabó su famosa canción(1), apareció su cadáver varado en las grietas de una roca. Se culpó de su muerte a los pescadores maoríes, que suelen emplear en sus faenas furtivas el explosivo gelignita. Su extraordinaria simpatía dio lugar a varios libros, películas, cuentos y canciones.

Sesenta y dos años después los viejos marinos de la aldea aún cuentan su historia a quién se detiene bajo su estatua, que casualmente está colocada en la puerta del mismo merendero que se construyó para los que venían a verle.

(1) En ese vídeo, además de su canción, podéis ver el acoso que sufría Opo y lo famoso que llegó a ser en 1956

 

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