Crónicas desde las Antípodas V: los gusanos de Waitomo






Érase una vez un niño tierno y fantasioso de ocho años que, a falta de espejo, soñaba despierto mirando una cautivadora lámina en color de la enciclopedia AZ. Era la estampa de una enorme gruta de un remoto país cuyas altas bóvedas se le antojaban las de los belenes gigantes que sus padres le llevaban a ver cada Navidad, pero tapizadas por unas luces verdeazuladas como estrellas, que refulgían en el ábside de aquella lóbrega caverna.
Tenuemente iluminada por aquella luz fantasmal, una barca repleta de viajeros boquiabiertos navegaba por un profundo lago subterráneo en el que miles de seres luminosos pululaban por el techo. Exactamente cincuenta años después, aquel niño, convertido en cazador fotográfico de lo visible e invisible, se topó con la existencia de aquellas cavernas en uno de los escasos días de ocio que le permitía una expedición botánica por las antípodas neozelandesas.
¿Se imaginan lo que sintió al encontrarse por casualidad con una fotografía igual a la de aquella vieja y descolorida ilustración y comprobar que no era una leyenda? Casualidad llaman los bobos al destino. Aunque podía ser un esfuerzo inútil que me condujera hasta la melancolía de los sueños rotos, había que ir y fui. ¡Faltaría más!. Hube de conducir trescientos kilómetros por carreteras en las que los topógrafos parecían haber olvidado poner las rectas. A mediodía llegué a Waitomo con la lengua fuera. No había billetes, dijo una enorme taquillera maorí en esa jerga neozelandesa a la que por allí llaman inglés. ¡He recorrido diez mil kilómetros desde Guadalajara para llegar hasta aquí!, supliqué ante aquella implacable cancerbera. Una súplica por aquí y otra para allá, un lamento acá y allá, y al rico panal de mis plegarias se acercó una solicita taquillera que resultó ser ¡cubana! Con zalamera firmeza apartó a su compañera y en un plis-plás, sin mediar propina, tenía las entradas en mi mano. Desde aquí beso la mano de aquella hada madrina (una mulata de buen ver, dicho sea de paso).
Más contento que unas pascuas me personé en la entrada de aquel templo de mi niñez. Plancha: un cartel advertía que dentro de aquella capilla sixtina de la bioluminiscencia no se podían tomar fotografías. Como un servidor es perro viejo en asuntos de disparar de matute y no hay nada que le ponga más que fotografiar lo imposible, cogí mi nueva cámara ultrasensible capaz de disparar hasta un millón de ISO, escondí la misma en el macuto, me hice el sueco y, emboscado entre un pequeño tropel de turistas en el que (curiosamente) no había ningún chino, me las apañé con mucho arte y no poco disimulo para robar unas cuantas fotografías en el interior de la cueva de mis ensueños infantiles.
La entrada a la gruta comienza ante una puerta a la que el guía accede mediante clave; luego se atraviesan dos puertas más hasta llegar a un amplio recinto con una barandilla circular a la que nos aferramos en completa oscuridad. El lenguaraz cicerone activa entonces una hilera de LED`s que ilumina progresivamente una estrecha pasarela helicoidal que desciende hasta las entrañas de la caverna. El visitante se queda boquiabierto cuando se encuentra en borde de un enorme pozo, de unos veinte metros de diámetro y el doble de profundidad, en cuyo fondo crece una estalagmita sobre la que gotea agua desde las alturas. Desde allí en adelante, el viajero avanza guiado por un sendero con tenues luces en el suelo. Aunque las formaciones calizas son ya de por si impresionantes, la principal atracción es la llegada a la zona de los gusanos de luz, en que la oscuridad es casi absoluta.
El espectáculo superaba con mucho mis pueriles ensoñaciones. En algunas zonas la altura de la bóveda era tal que la bioluminiscencia de los gusanos nos hace sentir como bajo un auténtico cielo tropical plagado de luceros azules. Las acumulaciones de larvas en las grietas recordaban la cintura cósmica de la Vía Láctea.
Camuflado al albur de un doble recodo, pude prender la linterna de mi móvil y observar de cerca a los temibles gusanos que emiten aquella misteriosa luz y comprobar la atroz realidad que se esconde bajo sus refulgentes cantos de sirena. El gusano en cuestión es una larva carnívora del díptero Arachnocampa luminosa, una especie de mosquito que apenas vive un día en estado adulto. Las larvas, más longevas, se dedican a lo suyo: depredar. Le bautizaron Arachnos (en griego araña), por su forma de cazar mediante unos hilos pegajosos que cuelgan del techo; campa, significa larva y luminosa por la obvia bioluminiscencia que emiten para atraer a las incautas que, en cuanto levantan el vuelo y se dirigen a las atractivas luces cenitales, se convierten en almuerzo de las pantagruélicas larvas.

Al tomar las primeras imágenes casi a ciegas, tuve que apoyar los codos en algunos muros y noté picores y cosquillas debido a la maraña de hilos pegajosos que sueltan las larvas y supongo que también a sus mordiscos. Al conocer luego su voracidad me quedé maravillado ante la carnívora tragedia que escondía aquella poética galaxia azul que me deslumbró siendo niño. Aquello no era el Edén, era un oscuro y tétrico Averno.
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