Crónicas desde las Antípodas IV: Perth y la teoría del cisne negro




Perth, la primera escala de la expedición botánica en la que viajo, es una ciudad sorprendente. A pesar de que en sus inmediaciones se han descubierto asentamientos humanos de hace 40.000 años y de ser unas de las poblaciones más antiguas de Australia, es de una modernidad arquitectónica que, por sus rascacielos, se asemeja un pequeño Manhattan.
De entrada, ya es una delicia llegar hasta allí, porque Perth tiene el récord de ser la ciudad con más de un millón de habitantes más aislada del planeta; si quieres ir por tierra a la ciudad más cercana, Adelaida, tienes delante de ti 2.700 km de inmóvil y rojiza desolación. Está por tanto más cerca de Timor Oriental y Yakarta (Indonesia), que de Sídney, Melbourne o Brisbane. Si te pones en su hermoso puerto y miras hacia el oeste, ante ti no hay nada más que 5.000 millas náuticas de un mar azul y uniforme hasta África.
Bañada por el océano Índico, Perth, se encuentra en el extremo suroeste de esta isla-continente y es la capital de su mayor estado: Western Australia, que es tan grande como España, Francia e Inglaterra juntas. Perth tiene un clima mediterráneo estupendo, luminoso y agradable, de esos que hacen silbar a los transeúntes y empezar el día con buen pie y mejor semblante. Arquitectónicamente no es nada del otro mundo, pero su luz nítida y radiante la embellece. No veréis cielos más azules en una ciudad ni una luz más pura en los rascacielos como en Perth.
Como en la región de Perth abundan los desiertos de arena, a sus habitantes les llaman los «sandgropers» en alusión a unos insectos de la familia Cylindrachetidae que habitan en las dunas circundantes. De toda Australia, Perth sea posiblemente la población con mayor número de ingleses y la que menos nativos conserva, ya que casi todos fueron exterminados por los conquistadores, unas veces por represión, otras por las enfermedades traídas desde Europa, y el resto por el alcoholismo. A estos factores exterminadores añadiría yo el de la comida basura, pues en un restaurante de la cadena norteamericana Denny’s, uno de esos cafés de carretera cuya sola vista dispara el colesterol, tuve la ocasión de ver grupos de obesos maoríes, de unas 10 arrobas en canal y con toda su oscura y redonda faz tan tatuada que parecía un mapamundi, zamparse varios platos de hamburguesas sin despeinarse. Más que un restaurante, aquello parecía el refectorio de Sing Sing. ¡Qué pintas de matones, señores, qué pintas! Su aspecto era tan aterrador que fue la única foto del viaje que no me atreví a tomar y ahora me arrepiento.
Perth se asienta en la desembocadura del río Swan (cisne), que debe su nombre a los cisnes que pueblan sus orillas, los cuales, para sorpresa de los que los vieron por primera vez, eran negros. Los cisnes negros (Cygnus atratus) son unos animales endémicos de esta zona, que fueron todo un acontecimiento y un largo tema de debate para los europeos cuando, en el siglo XVII, fueron avistados por una expedición holandesa. Hasta entonces todos cisnes conocidos en el mundo eran blancos y el blanco estaba tan asociado al cisne como lo está con la nieve. La analogía del cisne negro como imposibilidad de algo es tan antigua que se remonta a Juvenal, un poeta latino (y satírico, que todo hay que decirlo) del siglo I, que dijo: rara avis in terris nigroque simillima cygno. Lo que en román paladino viene a decir: «Un ave rara en la tierra, como un cisne negro». Cuando la frase fue acuñada, se presumía que el cisne negro ni existía ni existiría al menos si uno se mantenía sobrio. Usando ese mismo símil, el investigador Nassin Taleb, presentó en 2007 su interesante Teoría del Cisne Negro que les invito a buscar por Internet.
Como iba a hablar de árboles, me he ido por las ramas. Cuando sufren ataques de chauvinismo a la australiana, los ciudadanos de Perth -¿se llamarán perthianos?- presumen de disfrutar del mayor parque urbano del mundo, Kings Park, que incluye un bellísimo jardín botánico en el que, cámara en mano, pasamos un día entero deambulando. Creen que este parque es el más grande porque, con sus cuatro kilómetros cuadrados, supera los 2,5 del londinense Hyde Park y los 3,4 del neoyorkino Central Park, aunque la inmensa Casa de Campo madrileña, pásmese el lector si no lo sabe, con sus 17,2 kilómetros cuadrados sea realmente el parque urbano más grande del mundo. ¡Que se fastidien!
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