Crónicas desde las Antípodas III: Canguros en Pinnacles Desert



Hace unos años, partiendo de la ciudad costera de Darwin, recorrí el llamado Territorio Norte de Australia. Su clima, que es tropical, se convierte hacía el interior en el desértico Outback australiano, un bosque de arbustos espinosos de millones de kilómetros cuadrados que supone unos de los mayores desiertos del planeta. El suroeste de Australia, al norte de Perth, donde he pasado los últimos días, es una zona que por su cercanía a la costa tiene un clima templado que muestra unas características típicas del clima mediterráneo y si se entornan los ojos y se olvidan las dunas y los extraños bosquetes de árboles hierba, parecería que viaja uno por un alcarreño paisaje de carrascas. Exceptuando los lobos australianos o dingos, y los cocodrilos de río, la fauna de los alrededores de Perth y la del interior suele ser muy parecida y abundante, en especial los emúes o los canguros. Estos últimos son tan comunes que constituyen un peligro para quienes conducimos durante el alba o el ocaso en que están muy activos. Dicen que circular a esas horas a más de 70 km/h es como jugar a la ruleta rusa. Con un peso de hasta 85 kilos y unos saltos de hasta 9 metros, el que a esa velocidad penetre uno por el parabrisas es una situación de alto riesgo. El primer día en Australia ya avistamos algunas parejas saltando por las cunetas y el segundo día una hembra recién atropellada murió en mis brazos.
Con la idea de fotografiar con las primeras luces del alba, el misterioso Pinnacles Desert, quizás la zona más visitada del Parque Nacional de Nambung, me levanté a las 3,50 am para estar en el desierto, con el equipo listo, antes de las 5:05, hora en la que se anunciaba la salida del Sol. Al viajero, ibérico de nacimiento, le sorprende que en casi todos los parques nacionales de naciones luteranas como Estados Unidos, Canadá, Australia, etc. se deje una hucha en la entrada cuando, fuera de horario, no hay cobradores en las garitas de entrada y, lo que es más, que sin que haya nadie observando, la gente apoquine allí sus dólares sin colarse (y sin llevarse la hucha), algo que en los países mediterráneos resultaría inaudito. Como por un lado uno es viajero curtido y sigue el lema de “donde fueres haz lo que vieres” y por otro es más mediterráneo que las aceitunas, decidí hacerme el sueco al pasar ante la alcancía intentando pensar que, como era de noche, no tenía por qué verla. En mi descargo les cuento que pagué religiosamente una entrada de diez dólares la tarde anterior, pero una plaga de cientos de chinos haciendo el canelo entre los menhires, armados con palitos y teléfonos, me hizo perder la paciencia, el tiempo, el dinero y las fotos y salí de allí acordándome de la madre de Confucio.
El Parque Nacional de Nambung comprende maravillas naturales como los arrecifes marinos de Jurien Bay, el lago Thetis con estromatolitos vivos, del que les hablé la semana pasada, y enormes campos de dunas que asoman por encima del matorral xerófilo que domina toda esta franja que bordea el Índico. En una de estas zonas dunares, de más de 15.000 hectáreas, se encuentra el misterioso desierto de los pináculos, descubierto a finales de los años 60. Se trata de enormes extensiones llenas de miles de agujas de piedra que oscilan entre unos pocos centímetros hasta los cinco metros. Están formadas por un conglomerado calizo de conchas y corales fosilizados con la misma composición que las arenas de las que sobresalen, por lo que su origen es un misterio. Se especula sobre si fueron las raíces de los árboles hierba, quienes hace millones de años bajaron el pH del suelo que cubrían, de forma que la acidez de la lluvia habría provocado esta erosión diferencial.
Sea cual sea su origen, el resultado es espectacular y en especial al amanecer, en que miles y miles de conos de piedra de todos los tamaños y formas, erguidos sobre la arena del desierto, recién peinada por brisa nocturna, van iluminándose en sus ápices mientras se lentamente se tiñen de rosa.
Con todo este arenoso desierto para mí solo, recorrerlo libremente en 4×4 al amanecer fue una experiencia inolvidable, sobre todo al encontrarme sobre algunos pináculos grupos de rojizas Cacatúas de Galah (Cacatua roseicapilla) que me dejaron acercarme reptando poco a poco hasta muy pocos metros mientras secaban sus plumas y se aseaban a la luz del neonato sol del desierto. Poco más allá, casi al salir del parque, un enorme lagarto de más de un metro se bañaba en los primeros rayos de sol.
De vuelta al motel de Cervantes, frené en seco al divisar en la cuneta una hembra de canguro agonizante. Estuve a su lado mientras moría, observando maravillado la fuerza de sus patas traseras que, armadas con una enorme uña, barrían el suelo con sus espasmos. Palpé por dentro su marsupio, por si tuviese alguna cría nueva y tras disparar unas fotos, me encaminé algo triste hacia el motel en donde me contaron que el atropello de canguros era algo tan habitual que lo que más les preocupaba eran los daños sufridos por el coche o sus pasajeros.
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