Crónicas del Ártico V: Osos y luces marinas



Las principales preocupaciones de un fotógrafo viajero son la luz y el poderse mover libremente, algo que es resulta problemático de conseguir en estas tierras. La oscura noche polar y los 3200 osos que pululan fuera de ciudad de Longyearbyen son un quebradero de cabeza, sobre todo si uno –como le ocurre a quien suscribe- no tiene deseo alguno de acabar como don Favila.
Poco antes de llegar a este remoto archipiélago de Svalbard, cercano al Polo Norte, me enteré de la prohibición de salir desarmado de Longyearbyen, y del poco tiempo de que disponía para tramitar un permiso para alquilarlas, ya que la solicitud debería ir acompañada de un certificado de buena conducta (algo que normalmente uno no lleva encima) traducido al noruego. Como deducirán de los siguientes párrafos, además del certificado una buena dosis de Tranquimazil no estaría de más.
El oso polar es el carnívoro más grande y el más agresivo de todos los plantígrados. Con el calentamiento global, la disminución de la banquisa de hielo, la escasez de alimento y la invasión de sus hábitats por el hombre, cada vez son más frecuentes los encuentros entre humanos y estos enorme depredadores más grandes que un Mihura. Si uno se topa con ellos, que rece lo que sepa: cada año suceden cuatro encuentros mortales y cuando digo mortales, no me refiero a los osos. Hasta el trágico ataque de un oso famélico en agosto de 2011 a un grupo de escolares ingleses que acampaban no muy lejos de Longyearben, que causó la muerte a un alumno de Eton, y heridas gravísimas a otros cuatro compañeros, en la isla solo había recomendaciones respecto a los encuentros con osos.
En aquel incidente, el guía armado terminó con el cráneo y la cara destrozados antes de que el oso cayera abatido por sus disparos. Solo llevaban un guía, el cable pirotécnico no funcionó, no establecieron guardias nocturnas y el campamento carecía de perros entrenados en olfatear plantígrados sin salir de naja. A partir de la investigación que siguió a ese incidente, de las amables recomendaciones se pasó a la legislativa coerción: se promulgaron unas leyes preventivas y se redactaron unos consejos que se plasman en el folleto cuya foto encabeza este artículo, que es de obligada lectura para cualquiera de los que se alejen de Longyearbyen. Los interesados pueden descargarlo en este enlace: http://kho.unis.no/doc/Polar_bears_Svalbard.pdf
Aunque no se les suponen conocimientos en geomorfología, litorales y valles glaciares son los sitios preferidos por los plantígrados para sus garbeos al acecho de algo que les sirva para amansar su gula carpantil. Avisados quedan por si van por aquellos pagos. En el detallado panfleto se recoge la obligatoriedad de salir armado fuera del perímetro urbano y la de llevar las armas descargadas hasta el mismo momento en que se produce el encuentro, lo que como puede suponerse pone los pelos de punta cualquiera. Para la acampadas es obligatorio el uso de dobles cables perimetrales conectados a cohetes, guardias nocturnas, perros adiestrados y pistolas de señales. Habida cuenta de que uno no viaja habitualmente con todo esos bastimentos en el equipaje, las facturas de los guías profesionales son de aúpa.

Puntos de disparo mortales aconsejados para el oso polar
El protocolo de reacción al toparse con este animal, también está regulado y comienza por hacer el espantajo vociferando con los brazos en alto, y en el caso de que uno vaya en moto de nieve, dando gas a todo meter. Según dicen, aunque no me he molestado en comprobarlo, por lo visto, las más de las veces el animal, visto lo visto, lo toma a uno por orate y se da la media vuelta. Ojo, digo, media, porque si la da completa hay que seguir con el astuto protocolo.
Suponiendo que uno lleve a una pistola de bengalas a mano y que manoplas y guantes y, sobre todo los nervios, le permitan cargarla, hay que lanzarla contra el bicho procurando que caiga entre la bestia y el desdichado lanzador que, a esas alturas, lo que le pide el cuerpo es poner pies en polvorosa. Si tan procelosa estrategia no fuese suficiente, hay que cargar el rifle y hacer un disparo al aire. Si el animal es joven, está hambriento o pasa de tan torpes artimañas, y persiste en su avance, llega el momento de disparar a matar apuntando a la cruz y no a la cabeza, ya que el hueso frontal es tan duro que el proyectil rebotaría. Suponiendo que el tirador haya acertado, deberá acercarse luego por detrás al animal y verificar que está muerto o, en su caso, para rematarlo y, a continuación, avisar al Gobernador para que se abra una investigación, que puede acabar en fuertes multas si la muerte del animal no estaba perfectamente justificada. Es muy probable que, dadas las circunstancia, no haya testigos
Una noche, buscando un lugar para fotografiar auroras boreales lejos de la contaminación lumínica, encontré un sitio resguardado a unos dos kilómetros al norte de Longyearbyen, en una negra playa en la que solo un metro del margen quedaba libre de nieve y hielo. El sitio se convirtió en mi observatorio particular y pasé allí varias noches con el abrigo adicional de una pequeña fogata, una botella de Torres 10 (reconozco que me duró apenas dos noches) y varios calentadores químicos. La última noche que pasé en Longyearbyen se cubrió el cielo y decidí dar un paseo por la playa. Por precaución, me puse la linterna a la altura de la cabeza para poder detectar mejor el brillo de los ojos de los animales ya que era zona de alto riesgo y para que, desarmado como iba, en caso de detectar un oso, me diera tiempo a volver a la hoguera y usarla como escudo.

Bioluminscencia en las nieves del Ártico
Al apagar la linterna y volver la vista atrás mi sorpresa fue mayúscula al ver mis pisadas en la nieve iluminadas de azul. Bailé un zapateado y noté que en el borde del mar las lucecitas eran aún más abundantes. Este fenómeno de bioluminiscencia lo había experimentado ya en algunas playas tropicales de Maldivas, Indonesia y Tailandia, pero allí, con varios grados bajo cero era algo en principio inexplicable. Estuve casi una hora fotografiándolas y tratando de tomarlas con los dedos para evaluar si eran protozoos, cnidarios o microcefalópodos, pero a falta de una lupa y con las manos entumecidas por el frio solo conseguía que las luces azules se disgregasen en mis dedos. A mi regreso a España se lo conté a mi amigo y compañero de expediciones, el catedrático Manuel Peinado, quién trató a fondo ese fenómeno en un artículo de su blog que invito a que lean:
http://www.sobreestoyaquello.com/2017/12/criobioluminiscencia-iluminando-la.html