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Crónicas del Ártico IV: La noche polar

4 comments
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Mar 20 2020
Luis Monje ArticoTRomsoMauserEscalera hospital Longyearben

Luis Monje Artico“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, dice el cuento más corto escrito en español. Incrédulo, cada mañana que me despertaba en Svalbard la noche seguía allí y la oscuridad me acompañaría toda una jornada en la que la luz del Sol brillaría… por su ausencia.

El día anterior lo había pasado en una rústica cabaña en la ciudad noruega de Tromso que, a pesar de ser invierno, de estar 400 kilómetros más al norte del Círculo Polar Ártico y nevando, tenía unas mañanas lo suficientemente iluminadas como para conducir sin alumbrado (aunque en Noruega sea obligatorio mantener las luces prendidas durante todo el año). Pero mil kilómetros más al norte, en el archipiélago de Svalbard, tan alejado de Dios como cercano al Polo Norte, la oscuridad es absoluta. A todas horas las estrellas refulgen en una límpida bóveda celestial barrida de cuando en cuando por las espectrales auroras boreales. Si te alejas del poblado, los ojos tardan casi diez minutos en acostumbrarse a traspasar las tinieblas que te rodean, tras las cuales se perfilan unas montañas que apenas se columbran como níveos gigantes en la oscuridad de una noche interminable en la que amanecer y atardecer permanecen en el olvido durante seis meses al año.

TRomso

Cabañas de Tromso (Noruega) a la luz de la luna, Nikon D500, 20.000 ISO 1/16· f/3.3 a pulso

La primera reacción del viajero al despertarse es salir a la calle asombrado para compartir con los lugareños un fenómeno que, en principio, se le antoja un eclipse total, hasta que comprueba que el cielo es tan negro que, ni por asomo, se parece al más total de los eclipses que haya vivido nunca. Entre admirado y estupefacto como el portugués de Moratín, el viajero, curtido por las celliscas del Ocejón y acostumbrado a las temibles heladas de los páramos del Alto Tajo, comprueba cómo la tierna infancia juega en la nieve y bajo las estrellas a veinte grados bajo cero como si tal cosa. Comprobado el fenómeno, el viajero siente un deseo casi irrefrenable de volverse a la cama para despertar de la pesadilla. A falta de luz, la melatonina -la hormona que regula el sueño- se produce en grandes cantidades, incrementadas, además, por el abundante pescado azul con que nos alimentamos aquí a todas horas, que, mire usted por dónde, es el alimento más rico en triptófano, el aminoácido precursor la melatonina. Total, que entre la narcótica somnolencia y el intenso frío, uno, como Bill Murray en El día de la marmota, acaba metiéndose de cabeza en la cama, esperando inútilmente a que el astro rey asome por el horizonte.

Como he venido a hacer fotos y a correr aventuras, la excitación del viaje hace que me debata entre pasar de todo y dormir a pierna suelta, que es lo que pide el cuerpo, o vestirme como el Capitán Iglú y salir por ahí con la cámara a hacer el inuit que, para el que no haya leído a Jack London, le diré que son unos indios del Ártico. Al final, bostezando, me decido por lo último, y empiezo a sacar el equipo y a vestirme. Como en todos los países nórdicos, la calefacción está fortísima y si uno se enfunda la ropa especial en la alcoba cuando sale a la calle ya está sudando, lo cual, con la helada que le espera a la intemperie, es algo muy desagradable. Así que las manoplas, el segundo pasamontañas y las botas polares hay que enfundárselas en el zaguán del albergue, convertido en improvisada mezquita, en cuyas estanterías se alinean las botas de nieve, las raquetas y las zapatillas de los huéspedes que en esos momentos acompañan a Morfeo.

Una vez al raso, la permanente oscuridad obliga a que el personal lleve chalecos reflectantes y los niños, además, arneses con parpadeantes LED de colores, así que el poblado parece habitado por pequeños árboles de navidad con patas y por probos peones camineros del ministerio de Fomento.

Mauser

Un viejo Mauser, El inseparable y obligatorio compañero para todo aquel que sale del poblado.

Cuando empiezo a organizarme el plan de trabajo, me percato de que el horario me importa un bledo porque la ausencia de luz me va a dar los mismos problemas a las 3 de la tarde que a las 3 de la madrugada; que tendré que cargar todo el día con el trípode y que, excepto las salidas largas en que debo ceñirme al horario de los guías armados, el resto lo puedo hacer cuando me venga en gana. Todo el que tiene coche lleva un rifle; casi siempre un viejo Mauser de cerrojo que no se encasquilla, pero me han aconsejado que contrate guías profesionales que tienen mejores armas, practican con ellas a menudo y cuentan con perros adiestrados en oler osos a gran distancia, algo a tener en cuenta porque no se ve más allá del alcance de la linterna y si el oso es blanco, el paisaje nevado no ayuda precisamente a descubrirlos.

Escalera hospital Longyearben

La vieja escalera del Hospital de Longyearben ante la que se congrega el pueblo a cantar a los Beatles.

Hablando con un guía de camino hacia unas viejas minas, me entero de cosas muy curiosas, como que hace 40 años, antes de construir el aeródromo actual, los aviones aterrizaban en una extensión de tierra cercana a la playa en la que dos hileras de mineros contorneaban la pista marcando sus límites con las luces de sus cascos. Me habla también de la fortaleza mental que hace falta para sobrellevar la noche polar y de los solteros que se suicidan. Casi todos los locales públicos cuentan con un monitor de previsión magnética con gráficos de intensidad de las auroras boreales y un reloj que cuenta los días, horas y minutos que quedan hasta que vuelva el primer rayo de Sol. Dice que en la ladera de la montaña, donde se encuentra la iglesia más septentrional del mundo (como no podía ser menos), existía un antiguo hospital que fue destrozado por una avalancha de nieve y del que aún se conserva su vieja escalera de entrada. Cada 8 de marzo, sobre las 11 de la mañana, todo el pueblo y especialmente los niños disfrazados, se concentran ante esa escalera para celebrar la Fiesta del Sol. El pueblo permanece en silencio viendo cómo se desplaza lentamente el primer rayo de luz hasta rozar el escalón superior. En ese momento una orquesta rompe a tocar el entrañable “Here comme the sun” y el pueblo emocionado estalla en fiestas. La noche polar ha muerto. ¡Viva el Sol! Y los Beatles, que parieron la canción.

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  1. Alma del CarmennMigoya 

    INCREIBLE!!! ❄

    20 marzo, 2020 at 4:07 pm Responder
  2. Alma del CarmennMigoya 

    Increíble!!!!!
    Leerlo es estar ahí.

    20 marzo, 2020 at 4:09 pm Responder
    • luismonje.com 

      Muchas gracias.

      20 marzo, 2020 at 6:11 pm Responder
  3. Liliana Ibieta 

    Luis, tanto detalle de un mundo totalmente desconocido para mi y tan hermosamente descrito por ti. Cuánto se aprecia la luz solar !
    Lo compartiré y gozaremos muchos más con esta crónica tuya.

    9 diciembre, 2020 at 9:55 pm Responder

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