CRÓNICAS DEL ÁRTICO I. Svalbard



Me encuentro en Longyearben, la capital del archipiélago noruego de Svalvard, unos mil quinientos kilómetros más al norte del Círculo Polar Ártico y a tan solo una docena de grados del Polo Norte. Es el último punto norte habitado del Planeta y aquí todo son récords absurdos: el piano, el bar, el supermercado, el árbol de navidad más septentrional del mundo, y supongo que hasta la botella de coñac Torres 10 años, que me llevé para combatir el frío.
Estas islas fueron descubiertas por el navegante holandés Willem Barents en 1596 mientras buscaba en su tercera expedición un paso hacia las indias que evitase el peligroso Cabo de Buena Esperanza y, sobre todo, toparse con la temible Armada española, entonces dueña de los mares. Allí quedaron atrapadas sus dos naves en los hielos el 11 de septiembre de ese año, lo que les obligó a hacer la primera invernada de la historia. Barents y gran parte de la tripulación murieron allí congelados y los supervivientes, entre ellos el carpintero que ejerció también de improvisado cronista, cuentan que el frío era tan intenso que al calentarse los pies en el fuego, se les quemaban los calcetines mucho antes de empezar a sentir su calor.

Longyearben en invierno. 5 meses de oscuridad total que no varía a lo largo del día y de la noche.
Durante los tres siglos siguientes, Svalbard sirvió como base ballenera para holandeses, ingleses y especialmente para los vascos, quienes realizaron auténticas hazañas por estas latitudes a la caza de cetáceos. Puede que se pregunten qué movía a nuestros avezados balleneros a asumir semejantes riesgos. La explicación es bastante pintoresca: en aquella España, tan rica en oro, como temerosa de la Santa Inquisición, se castigaba duramente el consumo de carne durante toda la Cuaresma, pero como curiosamente se consideraba a las ballenas como peces, siempre había alguien dispuesto a pagar un alto precio por los suculentos filetes de carne de ballena. Además, de estos cetáceos, como de los cerdos, se aprovechaba todo: desde la carne como alimento, a la grasa como combustible y desde las barbas de sus fauces para fajas de señora, hasta el semen o espermaceti, que realmente no es semen sino una grasa lechosa que rellena una gran oquedad de su cráneo y cuya solidificación-licuación permite a estos cetáceos regular su flotabilidad. Esta blanquecina sustancia se empleaba como lubricante y para la fabricación de velas y antorchas. De hecho la unidad física de iluminación fotográfica llamada Candela se definía inicialmente como la luz emitida por una vela de esperma de ballena bajo unas condiciones determinadas. De su hígado se obtiene también el preciado ámbar gris tan cotizado en perfumería.
En los últimos dos siglos, estas islas fueron ocupadas por expediciones científicas y mineras hasta que al comienzo de la II Guerra Mundial, al retirarse los británicos y noruegos ante el avance alemán, las instalaciones fueron destruidas. Curiosamente los militares nazis que se instalaron allí, fueron los últimos en rendirse varios meses después del armisticio, ya que ni se habían enterado del final de la guerra. Con esto ya se hacen una idea de lo remoto de este lugar.

La ciudad fantasma rusa de Pyramiden en verano.
Desde 1920 el archipiélago pertenece a Noruega quién, mediante un tratado internacional, permite la explotación de sus grandes reservas de carbón a cualquier ciudadano del mundo. Aprovechándose de ello, la antigua URSS estableció allí dos ciudades mineras, con lo que hubo tiempos en que la población soviética era superior a la noruega. Hace 21 años, coincidiendo con la caída del comunismo, los rusos abandonaron en grandes helicópteros su gran asentamiento de Pyramiden dejando allí todas sus pertenencias. Actualmente, el poder explorar esa ciudad fantasma soviética perdida en la nieve se ha convertido en uno más de los numerosos atractivos del viaje. Uno de sus desolados edificios se convierte en verano en un modesto hotel para quien quiera experimentar la espartana sobriedad del antiguo paraíso comunista.
El 60% del archipiélago está cubierto por glaciares que se descuelgan desde sus blancas y puntiagudas montañas. La mayor parte del terreno son parques nacionales poblados de osos polares, por lo que internarse en ellos supone una aventura realmente peligrosa ya que la población de este carnívoro, el mayor de la Tierra, es en estas islas de 3.200 osos para los 1.800 habitantes humanos censados. De hecho, por ley, solo se puede salir de los asentamientos acompañado por guías armados o solicitar al gobernador un permiso para alquilar un fusil por el módico precio de 19€ diarios. A pesar de las numerosas armas, esta tierra se considera la más segura del mundo. Solo cuenta con nueve policías y jamás se ha cometido un asesinato, aunque las estadísticas dicen que hay una media de cuatro encuentros mortales con osos al año. No especifican si los muertos son hombres u osos.
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