Atolones









“El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía” decía Mark Twain. Así que este verano, recogiendo lo mejor de ambos mundos y con buena compañía, he regresado al auténtico paraíso en tierra: las islas Maldivas. Esta vez para recorrerlas en barco, para bucear en aguas quietas como espejos capturados en los cráteres de los volcanes que fueron, en la tranquilidad sobrenatural de sus luminosos atolones, en cuyas paredes vivas se ven retratados milenios de historia natural.
El archipiélago de Maldivas, situado 450 kilómetros al sur de la India, está formado por unos mil doscientos atolones de los que solo 200 están habitados y de ellos únicamente 87 están abiertos al turismo. La altura media es de poco más de un metro sobre el nivel del mar y su altura máxima es de tan solo 2,8 metros, lo que significa que es, con mucha diferencia, el país más bajo del mundo y, con sus 340.000 habitantes, también el menos poblado de Asia y el más pequeño Estado musulmán del mundo.
Los atolones maldivos proceden de una cadena montañosa de origen volcánico formada hace 60 millones de años, que se eleva unos cuatro mil metros sobre el fondo del océano Índico. Mientras contemplo el mar desde la barca que me lleva de isla en isla, de sorpresa en sorpresa, de maravilla en maravilla, me pregunto quién puede creer que el espejo de agua rodeado de coral de los atolones de Maldivas siempre fue, y será siempre, esta superficie metálica e inmóvil. Sobre los promontorios de los antiguos volcanes se establecieron arrecifes coralinos que iban creciendo conforme se hundían las islas. El cambio climático que recalienta las aguas está produciendo el blanqueamiento y muerte de los corales, una lenta agonía que, unida a la elevación del nivel del mar, traerá consigo la desaparición de este paraíso natural en poco menos de un siglo si nadie lo remedia.

Las rayas o pastinacas son abundantísimas en las Maldivas
Ver Maldivas desde el aire es contemplar el rostro de la Creación. Cada atolón está formado un anillo de blanquísimas arenas coralinas que circunda un espectacular lago azul turquesa. De este pálido anillo solo emerge una minúscula porción y el resto, con ese pudor con el que se oculta la hermosura, permanece un palmo o dos bajo la superficie. Vistos a ras de agua, los colosales atolones se convierten paradisiacas islas de arena, algunas de tan solo una decena de metros cuadrados. La laguna interior de cada anillo es un lecho de arenas blancas recubierto por aguas cristalinas tan poco profundas que podrían recorrerse a pie de no ser por los corales arborescentes que cortan como cuchillas.
Pobladas de miles de peces cuyos abigarrados colores empalidecen al mismísimo arcoíris, bucear en estas islas es como hacerlo en gigantesco acuario. La cara externa de los atolones es todavía más sobrecogedora: un enorme y polícromo talud recubierto por gigantescos corales con formas increíbles, que se desploma hacia las profundidades azules en una pendiente de una verticalidad tal que el ánimo se encoge al contemplar como un luminoso pórtico se cierne sobre la inmensa y oscura sima oceánica que surge hasta perderse de la vista a miles de metros de profundidad.

Cpehea cephea, una colorida y típica medusa del Índico.
Las corrientes que se generan en al abismo ascienden hasta la superficie y, al chocar con estos colosales muros submarinos, hacen emerger una gran cantidad de nutrientes que atraen a miles de especies de todo tipo que, por su escaso contacto con el hombre, permiten bucear entre ellas hasta casi rozarlas con los dedos. Este verano he tenido el privilegio de ver en la noche enormes mantas de más de dos metros bailando un vals bajo nuestros potentes focos submarinos, tortugas gigantes que podían tocarse y coloridas medusas que era mejor no rozar. Ver nadar bajo tus pies al mayor pez del mundo, el tiburón ballena (Rhincodon typus), que puede alcanzar los doce metros, o mantenerse de rodillas en el fondo mientras te rodea una manada de tiburones nodriza, son espectáculos que justifican el que estas islas sean el sueño de cualquier buceador.

El tiburón ballena (Rhincodon typus) el mayor pez de los océanos
Las islas algo mayores se pueblan de cocoteros y grandes higueras sobre los que cuelgan murciélagos comedores de fruta, los zorros voladores (Pteropus giganteus), prodigiosas criaturas de la noche de más de un metro de envergadura que llevan el polen de flor en flor. Estos quirópteros suelen echar a volar al atardecer, sacudiendo ruidosamente sus alas, a la hora en que se llama a oración en las mezquitas, ofreciendo así un espectáculo tan inquietante como bello.

El zorro volador (Pteropus giganteus), uno de los mayores vampiros del mundo, remonta el vuelo al atardecer coincidiendo con la llamada a oración de los muecines.
Como el rey Juan Plantagenet, Maldivas es un país sin tierra porque la que hubo yace sepultada desde hace millones de años bajo el peso de los arrecifes. Todas las casas, hasta algo más de un decenio, estaban construidas con bloques de coral sacados de los mismos hasta que, en aras a su conservación, se prohibió su uso. La arena está formada por restos de coral engullido y excretado por algunas de las ochenta especies de peces loro, que conforman la familia de los escáridos (Scaridae), capaces de producir una tonelada de fina arena por individuo y año.

Arena 100% coralina. Nótese la adaptación al medio del micro cangrejo situado arriba a la izquierda
Hoy en día, la economía de Maldivas se sustenta en un turismo selecto que se aloja en lujosos resorts de confortables palafitos individuales que se extienden en hileras aguas adentro del solitario atolón que los sustenta. Con una temperatura que oscila todo el año entre los 30 grados de día y 28 por la noche, dormir arropado por la tenue luz de la vía Láctea o zambullirse a cualquier hora en sus cristalinas aguas, le hace sentir a uno la grandiosidad de nuestro Planeta Azul.

Noche estrellada en uno de los lujosos resorts maldivos